Los últimos años han sido el escenario de una explosión conmovedora de levantamientos inesperados en todo el mundo a causa de las multitudes que reivindican sus derechos a una mayor libertad individual, en lugares tan remotos como Egipto y Libia. Sin embargo, pocos conocen la increíble historia del último gran levantamiento popular en América del Norte: la Guerra Cristera en México, que hace apenas unas décadas garantizó la libertad de culto para millones de personas. Si bien la lucha duró tres años, esa turbulenta guerra civil dejó como saldo una cifra de muertos devastadora: noventa mil personas de los dos bandos. Cuando finalmente se alcanzó una paz precaria, el miedo a abrir viejas heridas, además de décadas de gobierno al mando del mismo partido, hicieron que las historias más conmovedoras permanecieran ocultas. FOR GREATER GLORY es la primera película importante que vuelve a darle vida a esa historia épica.
La situación estalló en 1926, cuando el presidente Plutarco Calles, recientemente electo, que pensaba que la Iglesia Católica era demasiado poderosa en la sociedad mexicana, intensificó las medidas enérgicas que se venían aplicando contra las prácticas religiosas en México. En junio de 1926, el presidente Calles promulgó la ominosa Ley de Reforma del Código Penal, también conocida como la Ley Calles, que restringía fuertemente la libertad religiosa. Los sacerdotes y las monjas, a los que ya se les había negado el derecho a votar, ahora podían ser penados con grandes multas por el mero hecho de vestir sus hábitos, y podían ir presos solamente por ejercitar el derecho a la libertad de expresión, o por criticar el gobierno de cualquier manera.
Calles dejó bien en claro que tenía intenciones de hacer respetar las nuevas leyes de manera agresiva, y empezó a programar la expropiación de las propiedades eclesiásticas, el exilio del clero, y el cierre de conventos y escuelas religiosas en todo el país. De un día para el otro, los sacerdotes eran perseguidos y los ciudadanos se quedaron sin servicios religiosos en las comunidades.
Al principio, los grupos católicos intentaron luchar contra las brutales restricciones con medios pacíficos. Se realizaron boicots económicos y negociaciones no oficiales, pero todo fue en vano. En agosto de 1926, cuatrocientos rebeldes se encerraron en una iglesia de Guadalupe y se batieron en un enfrentamiento armado contra las tropas federales. Se rindieron solo porque se les acabaron las municiones. La muerte de un sacerdote de la parroquia de Guadalupe en medio de la refriega provocó tal furia que muchos hombres y mujeres jóvenes más se unieron a la tan motivada resistencia.
Para 1927, el país se había sumergido en una guerra civil fulminante. Los rebeldes, muchos de ellos campesinos, artesanos y estudiantes, contaban con escasas municiones y alimentos, mientras las fuerzas del gobierno tenían grandes arsenales y vastos suministros. Muchos pensaron que el levantamiento sería derrotado con facilidad y con mucha ventaja por las tropas federales, pero a medida que iban surgiendo líderes patriotas del interior del país – entre ellos Victoriano “Catorce” Ramírez y el padre Vega―, los cristeros dejaban al gobierno boquiabierto una y otra vez con asaltos victoriosos y tácticas brillantes. La batalla se hizo cada vez más virulenta y las atrocidades iban aumentando de ambos lados, con un gran saldo de muertes de civiles.
Varios meses después de iniciada la batalla, los rebeldes se dieron cuenta de que necesitaban una estrategia más ordenada. Con la esperanza de cambiar su suerte, convocaron al general retirado Enrique Gorostieta ―un genio militar de renombre que se había convertido en un hombre de negocios después de haber estado al mando de tropas federales durante la Revolución Mexicana― para que fuera comandante de los cristeros. Lo convocaron a pesar de que Gorostieta era reconocido como un hombre escéptico en cuestiones religiosas. Sin embargo, enseguida se convirtió en un partidario ferviente de la libertad de culto e inflamó una nueva pasión en las fuerzas rebeldes, que se engrosaban cada vez más, y su táctica de guerrilla comenzó a desgastar a las fuerzas hasta entonces inquebrantables del gobierno.
En 1928, el mandato presidencial de Calles llegaba a su fin, pero el nuevo presidente, Álvaro Obregón, fue asesinado apenas dos semanas después de haber asumido el cargo… Y la guerra siguió. Para entonces, el general Gorostieta ya había unificado las desorganizadas fuerzas rebeldes en un ejército unido y leal de unos cincuenta mil hombres.
La devoción de los cristeros se hizo carne en 1928, cuando José Luis Sánchez, un voluntario de trece años, fue capturado y asesinado por resistirse a renunciar a su fe. (Más tarde, José sería beatificado por el Papa. Otros veinticinco cristeros fueron canonizados).
El 2 de junio de 1929, el general Gorostieta hizo el último sacrificio en un enfrentamiento en Jalisco pero, para ese momento, el azote de la guerra había empezado a calmarse.
A lo largo de toda la guerra, Estados Unidos ―que, además de preocuparse por el mantenimiento de la paz en la frontera, tenían intereses en las vastas reservas petrolíferas de México― intentaron negociar con el gobierno mexicano, al que inicialmente habían apoyado. El diplomático Dwight Morrow tuvo varias reuniones ―en las que tomaron desayunos al estilo norteamericano― con el presidente Calles. Finalmente, el 1 de junio de 1929, Morrow se sentó con el nuevo presidente, Emilio Portes Gil, que firmó un tratado de paz que permitiría el regreso de la libertad religiosa en México. Si bien Gil se negó a revocar las leyes promulgadas por Calles, acordó no imponerlas.
En 1929, por primera vez después de tres años, los mexicanos se despertaron con el sonido de las campanas de las iglesias.
La guerra había terminado, pero el partido político de Calles ―el PRI (Partido Revolucionario Institucional) ― permaneció en el poder durante los siguientes setenta años. El miedo a las represalias y a la vuelta de la opresión se mantuvo vivo, lo que provocó la primera gran ola de emigración mexicana a Estados Unidos, ya que muchos buscaban escapar de la hostilidad presente en el país.
No fue sino hasta 1992 que México finalmente enmendó su constitución para otorgarles un estatus legal a todos los grupos religiosos, además de levantar las restricciones impuestas a los sacerdotes, una medida que por fin completaba la misión de los cristeros